"Únicamente oigo el rugir del mar, en apariencia tan lejano que casi parece resonar en mi recuerdo, más que en mis oídos. El raspar del pequeño trozo de tiza sobre la negra pared de mi celda resuena sobre el ancestral rumor del agua. Un fuerte olor a moho y humedad impregna la pequeña habitación, no más que unos pocos metros, provocando una sensación pegajosa en mis dedos. La penumbra apenas deja entrever los detalles de la habitación, las oxidadas cadenas que ocupan la habitación, antaño usadas, ahora solitarias por la ausencia de presos. Algunos insectos se arrastran y corretean por el suelo quebrado, húmedo y resbaladizo, trepando por nuestras desnudas extremidades, pendientes en cada momento a un sabroso bocado de carne muerta, pero encontrando, en muchos casos, el ser devorado por algún prisionero hambriento.
Mis articulaciones crujen mientras escribo todo esto, revelando una más que probable muerte por inanición, si ellos no vienen antes. Los insectos no son suficientes. Un pequeño corte en mi pie izquierdo se ha infectado, creciendo en tamaño hasta provocar una gangrena latente. Un asqueroso orificio lleno de pus que los insectos buscan, ávidos del olor dulzón de la putrefacción. Así es más fácil atraerlos.
Me es difícil recordar cómo se escribía. Mis rígidos dedos se niegan a adoptar la postura de escritura. Me resulta frustrante, pues yo era un hombre ilustrado, culto, sabedor de las letras y la literatura. Casi soy capaz de recordar el frío mármol de un gran edificio, centro de los conocimientos. Yo era alguien importante, creo recordar. Pero ya no. Ya no. Nadie se acuerda de mi, del mismo modo que yo no soy capaz de recordar las alegrías de mi vida anterior. Me miro la mano y la veo extraña, diferente. Era la mano con la que juré mi amor. Pero ya no. Ya no. No soy capaz de recordar el amor, el calor del sol, el sabor de la amistad y del buen vino. Perdido, perdido en la oscuridad.
A veces, mientras escribo, paro y le comento a mi compañero lo que estoy haciendo. Muchas veces le conté cosas de mi vida, que progresivamente fui olvidando. Muchas veces debato con el sobre política, arte, música, buen vino. O al menos lo hacía. Pero él nunca me contesta. Quizás hubo un tiempo en que me contestó, pero ya no lo recuerdo. Ya no me contesta. Ni habla, ni se mueve. Ni respira.
Este trozo de tiza manchado de sangre lo encontré en una esquina de la celda, cuando me cansé de gritar y de llorar. Hace mucho tiempo que me cansé de gritar, y que me cansé de llorar. Ya no pido más que me saquen de aquí. Yo se que no lo van a hacer. Yo se que no voy a salir. Pero no quise utilizar esta tiza. Entonces pensé que con ella podía dejar aquí constancia de mi vida. Pero tardé mucho, y ya no la recuerdo. Hasta hoy, que me decidí a escribir con la tiza manchada de sangre en la pared.
Sin embargo, no me hago ilusiones con esto. En otra de las paredes, la misma tiza que sostengo en la mano me sonríe desde otras memorias. Borradas por el tiempo y la humedad, mis propias memorias se desvanecerán en el tiempo, como las del que uso esta tiza antes, y la cubrió con su sangre.
Oigo un sonido, aparte del retumbar del mar en mis oídos. Oigo un sonido. Retumbante, hueco, regular. Viene del exterior. Quizás sean los hombres, los guardias. Parece que hace una eternidad que no los oigo. Pero los guardias solo vienen para llevarse a alguien, que se aleja, entre gritos y maldiciones, que jamás regresa. Los sonidos se acercan por el pasillo del exterior. Se escuchan aún muy lejanos, pues nuestra puerta no tiene ventanas. Llegan hasta nuestra celda, la de mi amigo y mía, y se detienen. Han venido a por mí, o a por mi amigo. Seguro. Han venido a por mí.
Se abre la puerta, mis ojos se ven cegados por una luz muy débil, tan oscuro vivíamos. Oscuras siluetas se recortan contra la luz. Mi respiración se acelera. Me doy la máxima prisa por terminar de escribir, cuando oigo unas extrañas palabras, y extienden sus manos hacia mí. El corazón me va a estallar. El corazón me va a est...
Dejo la tiza atrás. Me agarran bruscamente, escupiendo palabras en un idioma que no entiendo. Me hacen daño. Mis frágiles huesos se resienten. Me han roto algo en la mano. Noto como se mueven los pequeños huesos de mis manos. Intento caminar mientras me arrastran, pero la infección del pie no me lo permite. Mis ojos se acostumbran a la mortecina luz del oscuro pasillo, mucho más claro que mi agujero. Miro hacia abajo. Mis esqueléticas rodillas van dejando un rastro de sangre y piel en su raspar contra el suelo. Me revuelvo e intento mirarme el pie. No es más que un montón de carne ennegrecida y corrompida, infestada de gusanos. No es un pie.
Comienzo a llorar. Les imploro por mi vida. Pero ellos no me entienden. Se ríen de mí. Me intentan poner de pie, pero el dolor se hace tan insoportable que casi pierdo el conocimiento. Vomito sobre el suelo. Uno de ellos profiere una expresión de asco. Al parecer le he manchado las botas. Me golpea. Muy fuerte. La sangre me corre por un lado de la cabeza, mientras me intento mantener consciente.
El sonido del mar se hace más fuerte, y quedo absolutamente cegado cuando salgo del edificio. Estoy fuera. Estoy fuera, al fin. El frío viento me muerde el cuerpo, ensordeciendo mis oídos. El suelo ha cambiado. Ya no es roca negra, es piedra marina. Dura, cruda y afilada. Mis piernas son laceradas mientras me arrastran sobre ella, sin demasiados cuidados. Ya no intentan volver a ponerme de pie, sólo me arrastran, como si ya fuera un cadáver. Comienzo a ver. Veo el mar. Veo el inmenso mar. Veo algunos pájaros. El omnipresente olor a sal que he sentido durante tiempo infinito me golpea de nuevo las fosas nasales.
Aún lloro por mi vida. Lloro, me retuerzo, les imploro, rezo, con voz cascada, para que no lo hagan. ¿Por qué han de hacerlo? ¿Por qué? Primero se ríen, luego no tanto. Después dejó de hacerles gracia. Me golpearon, una y otra vez, con los puños y las botas. Una y otra vez. Sentí como se me iban las fuerzas. Me cegaron un ojo de una patada. Un increíblemente agudo pitido me abrasó el cerebro cuando me rompieron un tímpano de un puñetazo. No más, por favor, no más.
La sangre abandona mi maliciento cuerpo por las heridas. No hay más. Me estoy muriendo. Pero yo no quiero morir. No tengo por qué morir. Tenía una vida, tenía una vida. Me arrojan sobre las piedras, que se clavan profundamente en los huesos de mi espalda. Me retuerzo sobre ellas, cegado por el dolor. Uno de ellos da una orden. Otros se ríen. Yo sólo oigo el mar. Sólo oigo el mar. Alzo el grito por mi vida. Les digo que no pueden hacerlo, no tienen por qué hacerlo, no deberían hacerlo, pido por favor que no lo hagan. No más. Quiero vivir.
Un líquido caliente corre por mis piernas. Les imploro. Las lágrimas corren por mi rostro, y me cuesta respirar. Escupo sangre. Me han roto algo. Uno se acerca, con el arma levantada. Intento recordar, intento recordar algo, cualquier cosa, mi vida, mi trabajo, mis libros, mi amor. Recordar cualquier cosa, para llevarme un recuerdo, para no pensar en ello. Intento recordar a mi amor. Mi amor.
No puedo, no puedo. No puedo recordar nada. No queda nada de mi vida ya. No queda nada. Sólo cabe esperar el golpe."
Mis articulaciones crujen mientras escribo todo esto, revelando una más que probable muerte por inanición, si ellos no vienen antes. Los insectos no son suficientes. Un pequeño corte en mi pie izquierdo se ha infectado, creciendo en tamaño hasta provocar una gangrena latente. Un asqueroso orificio lleno de pus que los insectos buscan, ávidos del olor dulzón de la putrefacción. Así es más fácil atraerlos.
Me es difícil recordar cómo se escribía. Mis rígidos dedos se niegan a adoptar la postura de escritura. Me resulta frustrante, pues yo era un hombre ilustrado, culto, sabedor de las letras y la literatura. Casi soy capaz de recordar el frío mármol de un gran edificio, centro de los conocimientos. Yo era alguien importante, creo recordar. Pero ya no. Ya no. Nadie se acuerda de mi, del mismo modo que yo no soy capaz de recordar las alegrías de mi vida anterior. Me miro la mano y la veo extraña, diferente. Era la mano con la que juré mi amor. Pero ya no. Ya no. No soy capaz de recordar el amor, el calor del sol, el sabor de la amistad y del buen vino. Perdido, perdido en la oscuridad.
A veces, mientras escribo, paro y le comento a mi compañero lo que estoy haciendo. Muchas veces le conté cosas de mi vida, que progresivamente fui olvidando. Muchas veces debato con el sobre política, arte, música, buen vino. O al menos lo hacía. Pero él nunca me contesta. Quizás hubo un tiempo en que me contestó, pero ya no lo recuerdo. Ya no me contesta. Ni habla, ni se mueve. Ni respira.
Este trozo de tiza manchado de sangre lo encontré en una esquina de la celda, cuando me cansé de gritar y de llorar. Hace mucho tiempo que me cansé de gritar, y que me cansé de llorar. Ya no pido más que me saquen de aquí. Yo se que no lo van a hacer. Yo se que no voy a salir. Pero no quise utilizar esta tiza. Entonces pensé que con ella podía dejar aquí constancia de mi vida. Pero tardé mucho, y ya no la recuerdo. Hasta hoy, que me decidí a escribir con la tiza manchada de sangre en la pared.
Sin embargo, no me hago ilusiones con esto. En otra de las paredes, la misma tiza que sostengo en la mano me sonríe desde otras memorias. Borradas por el tiempo y la humedad, mis propias memorias se desvanecerán en el tiempo, como las del que uso esta tiza antes, y la cubrió con su sangre.
Oigo un sonido, aparte del retumbar del mar en mis oídos. Oigo un sonido. Retumbante, hueco, regular. Viene del exterior. Quizás sean los hombres, los guardias. Parece que hace una eternidad que no los oigo. Pero los guardias solo vienen para llevarse a alguien, que se aleja, entre gritos y maldiciones, que jamás regresa. Los sonidos se acercan por el pasillo del exterior. Se escuchan aún muy lejanos, pues nuestra puerta no tiene ventanas. Llegan hasta nuestra celda, la de mi amigo y mía, y se detienen. Han venido a por mí, o a por mi amigo. Seguro. Han venido a por mí.
Se abre la puerta, mis ojos se ven cegados por una luz muy débil, tan oscuro vivíamos. Oscuras siluetas se recortan contra la luz. Mi respiración se acelera. Me doy la máxima prisa por terminar de escribir, cuando oigo unas extrañas palabras, y extienden sus manos hacia mí. El corazón me va a estallar. El corazón me va a est...
Dejo la tiza atrás. Me agarran bruscamente, escupiendo palabras en un idioma que no entiendo. Me hacen daño. Mis frágiles huesos se resienten. Me han roto algo en la mano. Noto como se mueven los pequeños huesos de mis manos. Intento caminar mientras me arrastran, pero la infección del pie no me lo permite. Mis ojos se acostumbran a la mortecina luz del oscuro pasillo, mucho más claro que mi agujero. Miro hacia abajo. Mis esqueléticas rodillas van dejando un rastro de sangre y piel en su raspar contra el suelo. Me revuelvo e intento mirarme el pie. No es más que un montón de carne ennegrecida y corrompida, infestada de gusanos. No es un pie.
Comienzo a llorar. Les imploro por mi vida. Pero ellos no me entienden. Se ríen de mí. Me intentan poner de pie, pero el dolor se hace tan insoportable que casi pierdo el conocimiento. Vomito sobre el suelo. Uno de ellos profiere una expresión de asco. Al parecer le he manchado las botas. Me golpea. Muy fuerte. La sangre me corre por un lado de la cabeza, mientras me intento mantener consciente.
El sonido del mar se hace más fuerte, y quedo absolutamente cegado cuando salgo del edificio. Estoy fuera. Estoy fuera, al fin. El frío viento me muerde el cuerpo, ensordeciendo mis oídos. El suelo ha cambiado. Ya no es roca negra, es piedra marina. Dura, cruda y afilada. Mis piernas son laceradas mientras me arrastran sobre ella, sin demasiados cuidados. Ya no intentan volver a ponerme de pie, sólo me arrastran, como si ya fuera un cadáver. Comienzo a ver. Veo el mar. Veo el inmenso mar. Veo algunos pájaros. El omnipresente olor a sal que he sentido durante tiempo infinito me golpea de nuevo las fosas nasales.
Aún lloro por mi vida. Lloro, me retuerzo, les imploro, rezo, con voz cascada, para que no lo hagan. ¿Por qué han de hacerlo? ¿Por qué? Primero se ríen, luego no tanto. Después dejó de hacerles gracia. Me golpearon, una y otra vez, con los puños y las botas. Una y otra vez. Sentí como se me iban las fuerzas. Me cegaron un ojo de una patada. Un increíblemente agudo pitido me abrasó el cerebro cuando me rompieron un tímpano de un puñetazo. No más, por favor, no más.
La sangre abandona mi maliciento cuerpo por las heridas. No hay más. Me estoy muriendo. Pero yo no quiero morir. No tengo por qué morir. Tenía una vida, tenía una vida. Me arrojan sobre las piedras, que se clavan profundamente en los huesos de mi espalda. Me retuerzo sobre ellas, cegado por el dolor. Uno de ellos da una orden. Otros se ríen. Yo sólo oigo el mar. Sólo oigo el mar. Alzo el grito por mi vida. Les digo que no pueden hacerlo, no tienen por qué hacerlo, no deberían hacerlo, pido por favor que no lo hagan. No más. Quiero vivir.
Un líquido caliente corre por mis piernas. Les imploro. Las lágrimas corren por mi rostro, y me cuesta respirar. Escupo sangre. Me han roto algo. Uno se acerca, con el arma levantada. Intento recordar, intento recordar algo, cualquier cosa, mi vida, mi trabajo, mis libros, mi amor. Recordar cualquier cosa, para llevarme un recuerdo, para no pensar en ello. Intento recordar a mi amor. Mi amor.
No puedo, no puedo. No puedo recordar nada. No queda nada de mi vida ya. No queda nada. Sólo cabe esperar el golpe."

Eisenhorn-puritus.
1 comentarios:
omg nice nice Davi ;D
me agrado
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