La noche era ya avanzada.
Intentando escuchar, no podía más que oír el silencio de la Nada, de aquella oscuridad que lo sumía todo en sí misma y daba lugar a las necesitadas horas de descanso hasta la llegada del nuevo día.
En la oscuridad, abrí mis ojos, elevé mi cuerpo sobre la cuna del sueño en la que reposaba y me incorporé junto a mi lecho. Giré la cabeza y me dirigí hacia el único lugar del que provenía la ínfima luz que podía iluminar mis pensamientos.
Me acerqué a las cortinas. Con un pequeño gesto y sin esfuerzo las aparté hacia los lados, unas hermosas cortinas suaves y translúcidas que se mostraban como refugio de la penetrante luz del día para impedir que escapara.
Todos adoraban mis aposentos por la calidez que se respiraba en ellos. En cambio, a mí no me gustaban mis cortinas: de noche no dejaban penetrar la luminosidad de la luna. No había vida, todo parecía triste.
Tras apartarlas abrí las pequeñas puertas de cristal y salí hacia mi pequeño balcón, desde donde podía vislumbrar el mundo: bosques, valles, pequeñas ciudades en las lejanías, campos... y los jardines.
No es cierto.
Eso no es lo que vislumbraba ahora.
De noche, los jardines eran prácticamente invisibles. Los valles, los campos y las pequeñas ciudades quedaban totalmente sumidos en la oscuridad, y los bosques, en cambio, se volvían gigantescos, grotescos, oscuros.
Era incomprensible lo que sucedía en ellos: de día no existía casi la luz en su interior, tal era su espesura. De noche esta espesura se hacía tan inmensa que nadie se atrevía a penetrar en ellos. Peor aún: personas que lo hicieron durante el día nunca se quedaron hasta el anochecer –muchas no volvieron a salir-, y quien se ha encontrado en su interior tras la penumbra jamás ha vuelto a ser visto por nadie.
Desde mi balcón, la luna llena, reluciente y hermosa como siempre, intentaba sin éxito iluminar el mundo oscuro que había bajo su luz, pero era imposible: los bosques no daban lugar a que nada pudiera ser iluminado. Nada existía si estaban ellos ahí. Nada podía verse desde mi balcón que no fueran ellos. Era como un océano de la Nada.
Me pregunté qué sería de los seres que hubiera en su interior: criaturas que durmiesen, o que despertasen con la llegada de la oscuridad, criaturas que murieran de frío, criaturas que se hubieran perdido y se viesen en la agonía de encontrar el camino, hombres sumidos en el terror.
Y, mientras pensaba en esto tan angustioso para mi ser, el batir de unas alas hizo acto de presencia frente a la figura de la luna, quedando su silueta negra perfectamente definida por la luz. Era Cielo, que se dirigía hacia a mi balcón.
De mi rostro se quiso alejar levemente la tristeza por la Nada, y mi alma se sintió un poco más feliz al ver que esta noche tampoco se había olvidado de mí.
Elevé mi brazo, y se posó sobre él.
Cielo se quedó inmóvil, clavando su mirada en mí.
La mirada de Cielo era realmente fascinante, como si alguna magia hubiera oculta en él. A Cielo le gustaba quedarse quieto en un lugar tranquilo, recogido, siempre que nos encontrásemos a solas. Cuando intentaba hablar con él había veces que me ignoraba, se quedaba absorto en sus pensamientos y no había más expresividad en él que la de la luz que se reflejaba en sus grandes ojos negros. Se trataba de un ave muy tranquila, lo asimilaba todo con resignación desde su lugar y resistía, impasible, al paso de los años que ya hacían mella en su rostro ligeramente desplumado. Cuando mi compañía no le era suficiente volvía a batir sus alas y salía por el balcón, se marchaba. Y para nuestro próximo encuentro, me traería nuevas historias que contar.
Le sonreí, tratando, como siempre, de saber qué sentía su interior en esta noche de pena y silencio. Él también estaba triste. No lo demostraba, en apariencia era frío e ignorante de su alrededor, pero por dentro lloraba incluso muchísimo más que yo, porque yo podía imaginar el sufrimiento de los que se encontraban en la Nada, pero él lo veía desde muy cerca en sus viajes.
“¿Cómo estás?” Le dije rascando su cuello.
No me respondió. Se mostraba igual de serio y frío que todas las noches.
Sin embargo, hoy algo era distinto. Y le afectaba tanto que no podía ocultarlo. Yo lo sentía en su mirada. Lo veía dentro de él.
Al rozar las yemas de mis dedos sus suaves plumas noté que tembló. Me lo acerqué hacia mi rostro, cerró sus ojos, bajó la cabecita y la puso en posición para que yo pudiera hacer lo que pretendía: le besé con amor, y después acaricié sus alas, despacio, sintiendo el la felicidad del cariño mutuo que siempre nos habíamos dado. Era la sensación más bonita del mundo.
Noté que temblaba.
Me adentré de nuevo en mis aposentos y coloqué mi brazo sobre un palo que recogí de los jardines y tallé para él. Separó sus garras de mi brazo y se posó sobre él. Desde que se lo regalé hacía ya algunos años, no había pasado una sola noche por mi balcón sin descansar sobre él.
Junto a Cielo estaba mi tocador.
Con el balcón abierto y las cortinas corridas, la luz de la luna reflejaba de lleno en el espejo y mi rostro adquiría un tono mortecino, pálido a la vez que oscuro. A veces pensaba que la luna era la única forma de reflejar la tristeza de mi alma en mí, desde fuera.
Cogí un cepillo de uno de los cajones e hice mi pelo hacia un lado. Volví a sonreír a Cielo, y le dije:
“No te aflijas, mi Cielo, no puedes evitar lo que sucede.”
A continuación cerré los ojos y comencé a cepillar mi cabellera al tiempo que tarareaba una canción preciosa. La misma que cantaba el día que nos conocimos, cuando yo jugaba en los jardines y de repente mamá me lo echó volando.
“¿Ves por qué no podía dártela de día? Las lechuzas son nocturnas.” Había dicho.
“¡Pero casi es de noche! No le veo bien los colores...”
“¡Cariño! ¿Necesitas ver a alguien por fuera para saber cómo es por dentro?”
Cielo realmente era distinto a todos los seres vivos que conocía: era distinto a todos los demás animales, pero también, a todas las demás personas. Era un ser único.
Poco después, ella me dejó, y nunca más volví a verla.
Mientras tarareaba, la pena de Cielo y el fracaso de la luna llena por iluminar a la Nada se unieron al dolor de la falta de mamá, y unas pequeñas lágrimas quisieron resbalar sobre mi rostro.
Dejé de cantar.
Volví a sonreír a Cielo y dejé el cepillo de nuevo en el cajón. Mi sonrisa desapareció al instante cuando pude ver que Cielo lloraba.
“Cielo, ¿qué te pasa?”
Me sentí más triste aún, por él.
“¿Qué has visto esta vez, que te hace sufrir tanto?”
Pero Cielo no me respondía.
Probablemente había vuelto a ver algo que iba a suceder.
Cuando Cielo veía el futuro el mundo caía sobre él, porque sabía que lo que había visto ya no podría cambiarlo. Nunca era bueno, y el dolor siempre se hacía dueño de todo su ser. Era algo a lo que no se acostumbraba.
“No te preocupes, mi Cielo, si va a suceder algo que no puedes cambiar, ya sabes que sólo sufrirás si piensas en ello.”
Me incorporé y puse mi brazo junto a Cielo para que se posara sobre él.
“Deberías ir y volar, seguro que ves algo bonito ahí afuera que se te ha escapado. ¡Y luego podrás contármelo!”
Ya estábamos en el balcón, pero Cielo no echaba a volar, no miraba a la Nada tampoco, sólo posaba su mirada en mis ojos y luego agachaba la cabeza.
Nunca jamás le había visto tan triste.
Nunca nada le había afectado tanto.
Y pasaron unos segundos.
De repente, el silencio de la noche fue roto por una voz infantil: una niña que gritaba desesperada y lloraba cerca del bosque. ¿Habría entrado? No, una niña no podía haberse adentrado allí sola. ¿Y si... hubiera salido? ¿Podría ser posible?
Un nuevo grito en medio de su llanto de dolor nos sobresaltó.
No había tiempo para pensar, había que ir a buscarla. Me di la vuelta para salir de mis aposentos, pero Cielo me agarró el brazo con tanta fuerza que me hirió. Sin querer, di un pequeño grito de dolor.
“Cielo, ¿qué haces?”
Pero Cielo no me soltaba. Me agarraba con fuerza en lugar de batir sus alas y salir al exterior.
“Cielo, ¿por qué no sales a buscarla y me indicas el lugar desde arriba?”
Pero Cielo no me soltaba. Noté cómo respiraba agitado.
“¡Suéltame, me haces daño!”
Entonces miró sus garras y se percató de que mi carne se había abierto y estaba sangrando. Se soltó de repente y se posó sobre el palo.
Me quedé mirándolo impresionada, jamás había hecho Cielo algo así. Pero luego le pediría explicaciones. Ahora tenía que ir a buscar a la niña.
Abrí la puerta y salí hacia el pasillo. Era largo, oscuro, la luz de la luna se filtraba vagamente ahora por las ventanas: unas nubes habían comenzado a taparla mientras Cielo me había retenido en mi dormitorio.
Corrí y bajé las escaleras. Una cantidad enorme de escalones que había hasta la planta baja. Llegué hasta la estancia más grande del lugar, un gran salón dedicado a fiestas y bailes, la atravesé, y la falta de luz me hizo tropezar con una pequeña mesita en la que había un joyero que cayó al suelo y se abrió. Los pendientes que había dentro cayeron al suelo, unos hermosos pendientes de plata vieja con incrustaciones de pequeñísimos diamantes y una amatista en su centro. Eran lo único que conservaba de mamá, ¿por qué diablos estaban ahí?
En un instante, me recordé corriendo de niña por esa misma estancia gritando y llamando a mi mamá desesperada. Y de repente, llegué a una conclusión: ¡la voz de esa niña era igual a la mía por aquel entonces! Si eso era así, debía de ser muy pequeña. No podía entretenerme, ¡era necesario encontrarla ya!
Recogí los pendientes y los dejé sobre la mesita, y volví a reanudar mi carrera hacia el exterior, ahora un poco más lenta. Me había hecho daño en un pie.
Cuando llegué a la puerta principal salí a los jardines. Iba descalza y las piedras se me clavaban en las plantas. Me detuve y miré hacia arriba, buscando a Cielo por alguna parte.
Apareció tras unos segundos, frente a mí.
“¿Dónde está?”
Aunque la niña se oía aún llorar, cada vez se oía menos, sus pulmones pequeñitos debían de estar quedándosele agotados.
Cielo, en lugar de indicarme el camino se quedó frente a mí, aleteando como si quisiera impedirme que pudiera avanzar.
“No me lo vas a decir... ¿verdad?”
Por primera vez en mi vida, me enfadé con él.
Por supuesto, él se percató de ello y me dejó paso, posándose en una rama. Cuando pasé junto a él, vi su rostro durante un pequeño instante: junto a su tristeza anterior, ahora parecía atemorizado.
Seguí hacia delante. Le oía volar a mis espaldas.
Atravesé los jardines y, antes de lo que hubiera pensado, noté cómo la vegetación comenzaba a volverse más espesa.
Me estaba acercando demasiado al bosque.
Comencé a sentirme realmente mal. Miré a la luna, tratando de buscar algo de apoyo en su luz, pero ésta parecía desaparecer cuanto mayor era mi avance. Para colmo, las nubes no se alejaban.
Presté atención buscando el sonido de la niña por alguna parte, prácticamente ya no lo oía. Tuve la impresión de que debía estar agonizando.
Asustada por ella, decidí dejar mi temor atrás y avanzar un poco más. A mi lado, Cielo aleteó nervioso e hizo ruidos. No quería, bajo ningún concepto, que me adentrase en el Bosque. Pero yo había bajado hasta ahí e iba a encontrar a la niña.
Me adelanté un poco más y escuché su aleteo más lejano. Él tenía miedo. Con un gesto de mi cara, le dije que se fuera. Avancé unos pasos. Una rama me arañó el brazo sano, y me detuve. Miré hacia arriba, buscando de nuevo la luz de la luna: por culpa de la vegetación, cada vez era menor. Y lo peor de todo... ya no se oía a la niña.
¿Debía llamarla? Si había bestias y me oían, seguro que vendrían a por mí. ¿Qué podía hacer? No quería entrar más. Yo también tenía miedo.
Intenté avanzar otro poco, pero las ramas no me dejaban paso. Las apartaba poco a poco, pero el suelo estaba lleno de piedras y notaba como mis pies comenzaban a sangrar.
Traté de seguir adelante. No podía ver prácticamente nada, y la vegetación cubría por arriba de forma que la luz de la luna no podía penetrar hasta ahí.
Ahora estaba totalmente inmersa en la oscuridad.
Me di cuenta de que me estaba desesperando. Una ansiedad cada vez más creciente se estaba apoderando de mí haciendo que mi respiración fuese cada vez más intensa y agitada, y el miedo que sentía comenzaba a transformarse en pánico.
Temblando, intenté dar dos pasos más, pero tropecé con una gran roca y caí al suelo clavándome en el costado algo muy afilado.
Durante unos minutos me mantuve en la misma posición, notando cómo mi cuerpo quería dejar de reaccionar.
Pasado ese tiempo y pensando que la noche era demasiado larga como para esperar a la luz del día, que no sabía si llegaría a esa zona, decidí levantarme, ya que era la otra alternativa a dejarme morir. Mi camisón estaba roto, noté las heridas de los brazos y los pies infectadas, y si no daba media vuelta y volvía pronto, probablemente moriría.
¿Probablemente? ¡Nadie había entrado allí y salido con vida! No podía permanecer ni un segundo más en ese sitio. A lo mejor todavía tenía una esperanza, a lo mejor todavía no estaba lo suficiente adentro.
Y con un esfuerzo sobrehumano me levanté, y expresé mi pánico de la forma más antigua conocida por el hombre: grité.
Grité, yéndome en ello la vida.
Grité como la niña a la que había oído.
Grité como no había gritado jamás.
Y viendo que no obtenía respuesta lloré, y las lágrimas cayeron por mi cara como un intento de mi alma aterrada por escapar de aquel espantoso sufrimiento.
Llamé a Cielo, pero no apareció.
Llamé a mamá, pero no apareció.
Llamé a alguien, pero nadie vino a buscarme.
No podía prácticamente mantenerme en pie.
Cuando giré e intenté dirigirme al camino contrario al que había seguido, dar media vuelta, tratar de salir de aquella Nada esperando volver a ver la luz de la luna, y ver que no podía encontrarla, comencé a volverme loca.
Me quedé atascada en el suelo con lo que tal vez eran unas raíces de algún árbol enorme. Y eso significaba que no podía seguir. Tanto me agité para tratar de romperlas y ponerme en pie que al final me lo rompí, y el pelo se me enganchó en algo. ¿El qué? No lo sé. Sólo sé que allí tenía que haber algo demoníaco: en lugar de marcharse la espesura aumentaba con mis movimientos. ¿Me había perdido, o el Bosque se estaba cerrando para que yo no pudiera salir?
Poco a poco, mi garganta se resintió y aunque lo intentaba, no podía seguir gritando. Me costaba respirar, y mis lágrimas amargas partían de mis ojos para desembocar en el interior de mi boca. Tenía sed.
Comencé a moverme como podía. Antes había estado de pie pero ahora no podía pararme, además de por mi pie, porque ya no había sitio. ¿Cómo era posible? Cierto: el Bosque se cerraba. Me estaba engullendo, ¡quería que formara parte de la Nada!
Con mis últimas fuerzas, intenté volver a llamar a Cielo. Me arranqué el pelo que se me había enganchado y empecé a notar un fuerte olor a sangre. Me di cuenta de que mi cuerpo estaba enteramente maltratado.
Pero mi Cielo seguía sin aparecer.
Noté cómo el oxígeno comenzaba a faltarme, y no porque estuviera sufriendo, sino porque las ramas, troncos y plantas con espinas se estaban posando sobre mí.
¿Me habría oído alguien gritar? ¿Habría alguien que, al igual que yo, intentase ir a buscar a quien sufriera?
Si hubiese hecho caso a mi Cielo...
Tenía que haber sabido que de aquí no se sale con vida, y que la niña estaba dentro y no podía salvarla.
Tenía que haber cerrado mi balcón y haber dormido.
Tenía que haberla ignorado.
Este es el resultado de sufrir por los demás.
Mi pobre Cielo, te he fallado.
Ya no puedo seguir gritando.
Ya no puedo llorar más.
Ya no puedo si quiera gemir, ni agonizar
...porque ya no puedo respirar.
Me muero, Cielo... perdóname.
Ahora formo parte de la Nada.

Cantnoy.
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