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Relatos sin sentido

Una colección de relatos propios y de autores hallados por la red surgidos de mentes extrañas y de pensamientos abstractos.

Tiza sobre negro

jueves, 17 de julio de 2008

"Únicamente oigo el rugir del mar, en apariencia tan lejano que casi parece resonar en mi recuerdo, más que en mis oídos. El raspar del pequeño trozo de tiza sobre la negra pared de mi celda resuena sobre el ancestral rumor del agua. Un fuerte olor a moho y humedad impregna la pequeña habitación, no más que unos pocos metros, provocando una sensación pegajosa en mis dedos. La penumbra apenas deja entrever los detalles de la habitación, las oxidadas cadenas que ocupan la habitación, antaño usadas, ahora solitarias por la ausencia de presos. Algunos insectos se arrastran y corretean por el suelo quebrado, húmedo y resbaladizo, trepando por nuestras desnudas extremidades, pendientes en cada momento a un sabroso bocado de carne muerta, pero encontrando, en muchos casos, el ser devorado por algún prisionero hambriento.

Mis articulaciones crujen mientras escribo todo esto, revelando una más que probable muerte por inanición, si ellos no vienen antes. Los insectos no son suficientes. Un pequeño corte en mi pie izquierdo se ha infectado, creciendo en tamaño hasta provocar una gangrena latente. Un asqueroso orificio lleno de pus que los insectos buscan, ávidos del olor dulzón de la putrefacción. Así es más fácil atraerlos.

Me es difícil recordar cómo se escribía. Mis rígidos dedos se niegan a adoptar la postura de escritura. Me resulta frustrante, pues yo era un hombre ilustrado, culto, sabedor de las letras y la literatura. Casi soy capaz de recordar el frío mármol de un gran edificio, centro de los conocimientos. Yo era alguien importante, creo recordar. Pero ya no. Ya no. Nadie se acuerda de mi, del mismo modo que yo no soy capaz de recordar las alegrías de mi vida anterior. Me miro la mano y la veo extraña, diferente. Era la mano con la que juré mi amor. Pero ya no. Ya no. No soy capaz de recordar el amor, el calor del sol, el sabor de la amistad y del buen vino. Perdido, perdido en la oscuridad.

A veces, mientras escribo, paro y le comento a mi compañero lo que estoy haciendo. Muchas veces le conté cosas de mi vida, que progresivamente fui olvidando. Muchas veces debato con el sobre política, arte, música, buen vino. O al menos lo hacía. Pero él nunca me contesta. Quizás hubo un tiempo en que me contestó, pero ya no lo recuerdo. Ya no me contesta. Ni habla, ni se mueve. Ni respira.

Este trozo de tiza manchado de sangre lo encontré en una esquina de la celda, cuando me cansé de gritar y de llorar. Hace mucho tiempo que me cansé de gritar, y que me cansé de llorar. Ya no pido más que me saquen de aquí. Yo se que no lo van a hacer. Yo se que no voy a salir. Pero no quise utilizar esta tiza. Entonces pensé que con ella podía dejar aquí constancia de mi vida. Pero tardé mucho, y ya no la recuerdo. Hasta hoy, que me decidí a escribir con la tiza manchada de sangre en la pared.

Sin embargo, no me hago ilusiones con esto. En otra de las paredes, la misma tiza que sostengo en la mano me sonríe desde otras memorias. Borradas por el tiempo y la humedad, mis propias memorias se desvanecerán en el tiempo, como las del que uso esta tiza antes, y la cubrió con su sangre.

Oigo un sonido, aparte del retumbar del mar en mis oídos. Oigo un sonido. Retumbante, hueco, regular. Viene del exterior. Quizás sean los hombres, los guardias. Parece que hace una eternidad que no los oigo. Pero los guardias solo vienen para llevarse a alguien, que se aleja, entre gritos y maldiciones, que jamás regresa. Los sonidos se acercan por el pasillo del exterior. Se escuchan aún muy lejanos, pues nuestra puerta no tiene ventanas. Llegan hasta nuestra celda, la de mi amigo y mía, y se detienen. Han venido a por mí, o a por mi amigo. Seguro. Han venido a por mí.

Se abre la puerta, mis ojos se ven cegados por una luz muy débil, tan oscuro vivíamos. Oscuras siluetas se recortan contra la luz. Mi respiración se acelera. Me doy la máxima prisa por terminar de escribir, cuando oigo unas extrañas palabras, y extienden sus manos hacia mí. El corazón me va a estallar. El corazón me va a est...

Dejo la tiza atrás. Me agarran bruscamente, escupiendo palabras en un idioma que no entiendo. Me hacen daño. Mis frágiles huesos se resienten. Me han roto algo en la mano. Noto como se mueven los pequeños huesos de mis manos. Intento caminar mientras me arrastran, pero la infección del pie no me lo permite. Mis ojos se acostumbran a la mortecina luz del oscuro pasillo, mucho más claro que mi agujero. Miro hacia abajo. Mis esqueléticas rodillas van dejando un rastro de sangre y piel en su raspar contra el suelo. Me revuelvo e intento mirarme el pie. No es más que un montón de carne ennegrecida y corrompida, infestada de gusanos. No es un pie.

Comienzo a llorar. Les imploro por mi vida. Pero ellos no me entienden. Se ríen de mí. Me intentan poner de pie, pero el dolor se hace tan insoportable que casi pierdo el conocimiento. Vomito sobre el suelo. Uno de ellos profiere una expresión de asco. Al parecer le he manchado las botas. Me golpea. Muy fuerte. La sangre me corre por un lado de la cabeza, mientras me intento mantener consciente.

El sonido del mar se hace más fuerte, y quedo absolutamente cegado cuando salgo del edificio. Estoy fuera. Estoy fuera, al fin. El frío viento me muerde el cuerpo, ensordeciendo mis oídos. El suelo ha cambiado. Ya no es roca negra, es piedra marina. Dura, cruda y afilada. Mis piernas son laceradas mientras me arrastran sobre ella, sin demasiados cuidados. Ya no intentan volver a ponerme de pie, sólo me arrastran, como si ya fuera un cadáver. Comienzo a ver. Veo el mar. Veo el inmenso mar. Veo algunos pájaros. El omnipresente olor a sal que he sentido durante tiempo infinito me golpea de nuevo las fosas nasales.

Aún lloro por mi vida. Lloro, me retuerzo, les imploro, rezo, con voz cascada, para que no lo hagan. ¿Por qué han de hacerlo? ¿Por qué? Primero se ríen, luego no tanto. Después dejó de hacerles gracia. Me golpearon, una y otra vez, con los puños y las botas. Una y otra vez. Sentí como se me iban las fuerzas. Me cegaron un ojo de una patada. Un increíblemente agudo pitido me abrasó el cerebro cuando me rompieron un tímpano de un puñetazo. No más, por favor, no más.

La sangre abandona mi maliciento cuerpo por las heridas. No hay más. Me estoy muriendo. Pero yo no quiero morir. No tengo por qué morir. Tenía una vida, tenía una vida. Me arrojan sobre las piedras, que se clavan profundamente en los huesos de mi espalda. Me retuerzo sobre ellas, cegado por el dolor. Uno de ellos da una orden. Otros se ríen. Yo sólo oigo el mar. Sólo oigo el mar. Alzo el grito por mi vida. Les digo que no pueden hacerlo, no tienen por qué hacerlo, no deberían hacerlo, pido por favor que no lo hagan. No más. Quiero vivir.

Un líquido caliente corre por mis piernas. Les imploro. Las lágrimas corren por mi rostro, y me cuesta respirar. Escupo sangre. Me han roto algo. Uno se acerca, con el arma levantada. Intento recordar, intento recordar algo, cualquier cosa, mi vida, mi trabajo, mis libros, mi amor. Recordar cualquier cosa, para llevarme un recuerdo, para no pensar en ello. Intento recordar a mi amor. Mi amor.

No puedo, no puedo. No puedo recordar nada. No queda nada de mi vida ya. No queda nada. Sólo cabe esperar el golpe."

Eisenhorn-puritus.

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Pierrot

martes, 8 de julio de 2008

"Después de la función, los hilos de Casimir pendían del techo como todas las noches, mientras su cuerpo de madera tallada se balanceaba en la oscuridad de aquella fría habitación.

Habían pasado muchos años desde que su amo comenzó a crearle las piernas, a tallar sus facciones risueñas y a confeccionar el traje de arlequín que lucía en cada una de las funciones del gran teatro de marionetas.

Tanto tiempo había pasado desde su nacimiento que comenzaba a sentir como la carcoma le perforaba lentamente el corazon y la pintura esmaltada de sus lagrimones se escamaba poco a poco hasta caer al suelo. Pero su dueño titiritero volvería a pintarle una nueva lágrima a la mañana siguiente, a repasar su sonrisa de rojo carmín y a remendar sus ropas descoloridas para que siguiera revoloteando en la tragicomedia de los teatros infantiles.

Y es que todas las noches el antiguo arlequín lucía como ningún otro títere entre las candilejas. Su éxito era tal que las risas y los aplausos de los niños le ensordecían sus oídos cada vez que bajaba el telón... pero aquella efímera alegría se tornaba tristeza cuando, al final de cada función, su cuerpo era abandonado y colgado en la oscuridad de los sótanos. Sólo las ratas oían sus lamentos.

Una noche, mientras los títteres danzaban en grupo en plena obra, una de las velas que adornaba el escenario prendió los inmensos cortinajes del teatro de marionetas. El fuego envolvió a cada uno de los titireteros y todos los presentes en el espectáculo corrieron enloquecidos intentando encontrar la salida.

Pero aquella noche nadie consiguió salir del teatro, pues el techo cedió al ser devoardo por las llamas y cayó sobre el público, aplastando sus cuerpos entre las brasas.

Todo desapareció en aquel incendio, junto a los cuerpos calcinados de las marionetas que se consumieron hasta convertirse en polvo...

Bajo la luna, el viento comenzó a soplar dulcemente y se llevó a Casimir lejos de los restos de su antigua cárcel. Sus cenizas se elevaron en un vuelvo que soñó desde el mismo momento en que las manos que apresaron su vida le tallaban el corazón y le pintaban una falsa sonrisa.

Mas allá de un teatro devorado por las llamas, las cenizas de los muertos volaron en libertard, tocaron las estrellas y descendieron hacia el mar. "


Victoria Francés.

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La Nada

domingo, 1 de junio de 2008

La noche era ya avanzada.
Intentando escuchar, no podía más que oír el silencio de la Nada, de aquella oscuridad que lo sumía todo en sí misma y daba lugar a las necesitadas horas de descanso hasta la llegada del nuevo día.
En la oscuridad, abrí mis ojos, elevé mi cuerpo sobre la cuna del sueño en la que reposaba y me incorporé junto a mi lecho. Giré la cabeza y me dirigí hacia el único lugar del que provenía la ínfima luz que podía iluminar mis pensamientos.
Me acerqué a las cortinas. Con un pequeño gesto y sin esfuerzo las aparté hacia los lados, unas hermosas cortinas suaves y translúcidas que se mostraban como refugio de la penetrante luz del día para impedir que escapara.
Todos adoraban mis aposentos por la calidez que se respiraba en ellos. En cambio, a mí no me gustaban mis cortinas: de noche no dejaban penetrar la luminosidad de la luna. No había vida, todo parecía triste.
Tras apartarlas abrí las pequeñas puertas de cristal y salí hacia mi pequeño balcón, desde donde podía vislumbrar el mundo: bosques, valles, pequeñas ciudades en las lejanías, campos... y los jardines.

No es cierto.

Eso no es lo que vislumbraba ahora.
De noche, los jardines eran prácticamente invisibles. Los valles, los campos y las pequeñas ciudades quedaban totalmente sumidos en la oscuridad, y los bosques, en cambio, se volvían gigantescos, grotescos, oscuros.
Era incomprensible lo que sucedía en ellos: de día no existía casi la luz en su interior, tal era su espesura. De noche esta espesura se hacía tan inmensa que nadie se atrevía a penetrar en ellos. Peor aún: personas que lo hicieron durante el día nunca se quedaron hasta el anochecer –muchas no volvieron a salir-, y quien se ha encontrado en su interior tras la penumbra jamás ha vuelto a ser visto por nadie.

Desde mi balcón, la luna llena, reluciente y hermosa como siempre, intentaba sin éxito iluminar el mundo oscuro que había bajo su luz, pero era imposible: los bosques no daban lugar a que nada pudiera ser iluminado. Nada existía si estaban ellos ahí. Nada podía verse desde mi balcón que no fueran ellos. Era como un océano de la Nada.

Me pregunté qué sería de los seres que hubiera en su interior: criaturas que durmiesen, o que despertasen con la llegada de la oscuridad, criaturas que murieran de frío, criaturas que se hubieran perdido y se viesen en la agonía de encontrar el camino, hombres sumidos en el terror.
Y, mientras pensaba en esto tan angustioso para mi ser, el batir de unas alas hizo acto de presencia frente a la figura de la luna, quedando su silueta negra perfectamente definida por la luz. Era Cielo, que se dirigía hacia a mi balcón.
De mi rostro se quiso alejar levemente la tristeza por la Nada, y mi alma se sintió un poco más feliz al ver que esta noche tampoco se había olvidado de mí.
Elevé mi brazo, y se posó sobre él.
Cielo se quedó inmóvil, clavando su mirada en mí.
La mirada de Cielo era realmente fascinante, como si alguna magia hubiera oculta en él. A Cielo le gustaba quedarse quieto en un lugar tranquilo, recogido, siempre que nos encontrásemos a solas. Cuando intentaba hablar con él había veces que me ignoraba, se quedaba absorto en sus pensamientos y no había más expresividad en él que la de la luz que se reflejaba en sus grandes ojos negros. Se trataba de un ave muy tranquila, lo asimilaba todo con resignación desde su lugar y resistía, impasible, al paso de los años que ya hacían mella en su rostro ligeramente desplumado. Cuando mi compañía no le era suficiente volvía a batir sus alas y salía por el balcón, se marchaba. Y para nuestro próximo encuentro, me traería nuevas historias que contar.
Le sonreí, tratando, como siempre, de saber qué sentía su interior en esta noche de pena y silencio. Él también estaba triste. No lo demostraba, en apariencia era frío e ignorante de su alrededor, pero por dentro lloraba incluso muchísimo más que yo, porque yo podía imaginar el sufrimiento de los que se encontraban en la Nada, pero él lo veía desde muy cerca en sus viajes.

“¿Cómo estás?” Le dije rascando su cuello.

No me respondió. Se mostraba igual de serio y frío que todas las noches.
Sin embargo, hoy algo era distinto. Y le afectaba tanto que no podía ocultarlo. Yo lo sentía en su mirada. Lo veía dentro de él.

Al rozar las yemas de mis dedos sus suaves plumas noté que tembló. Me lo acerqué hacia mi rostro, cerró sus ojos, bajó la cabecita y la puso en posición para que yo pudiera hacer lo que pretendía: le besé con amor, y después acaricié sus alas, despacio, sintiendo el la felicidad del cariño mutuo que siempre nos habíamos dado. Era la sensación más bonita del mundo.

Noté que temblaba.
Me adentré de nuevo en mis aposentos y coloqué mi brazo sobre un palo que recogí de los jardines y tallé para él. Separó sus garras de mi brazo y se posó sobre él. Desde que se lo regalé hacía ya algunos años, no había pasado una sola noche por mi balcón sin descansar sobre él.
Junto a Cielo estaba mi tocador.
Con el balcón abierto y las cortinas corridas, la luz de la luna reflejaba de lleno en el espejo y mi rostro adquiría un tono mortecino, pálido a la vez que oscuro. A veces pensaba que la luna era la única forma de reflejar la tristeza de mi alma en mí, desde fuera.
Cogí un cepillo de uno de los cajones e hice mi pelo hacia un lado. Volví a sonreír a Cielo, y le dije:

“No te aflijas, mi Cielo, no puedes evitar lo que sucede.”

A continuación cerré los ojos y comencé a cepillar mi cabellera al tiempo que tarareaba una canción preciosa. La misma que cantaba el día que nos conocimos, cuando yo jugaba en los jardines y de repente mamá me lo echó volando.

“¿Ves por qué no podía dártela de día? Las lechuzas son nocturnas.” Había dicho.
“¡Pero casi es de noche! No le veo bien los colores...”
“¡Cariño! ¿Necesitas ver a alguien por fuera para saber cómo es por dentro?”

Cielo realmente era distinto a todos los seres vivos que conocía: era distinto a todos los demás animales, pero también, a todas las demás personas. Era un ser único.
Poco después, ella me dejó, y nunca más volví a verla.

Mientras tarareaba, la pena de Cielo y el fracaso de la luna llena por iluminar a la Nada se unieron al dolor de la falta de mamá, y unas pequeñas lágrimas quisieron resbalar sobre mi rostro.
Dejé de cantar.

Volví a sonreír a Cielo y dejé el cepillo de nuevo en el cajón. Mi sonrisa desapareció al instante cuando pude ver que Cielo lloraba.

“Cielo, ¿qué te pasa?”

Me sentí más triste aún, por él.

“¿Qué has visto esta vez, que te hace sufrir tanto?”

Pero Cielo no me respondía.
Probablemente había vuelto a ver algo que iba a suceder.
Cuando Cielo veía el futuro el mundo caía sobre él, porque sabía que lo que había visto ya no podría cambiarlo. Nunca era bueno, y el dolor siempre se hacía dueño de todo su ser. Era algo a lo que no se acostumbraba.

“No te preocupes, mi Cielo, si va a suceder algo que no puedes cambiar, ya sabes que sólo sufrirás si piensas en ello.”

Me incorporé y puse mi brazo junto a Cielo para que se posara sobre él.

“Deberías ir y volar, seguro que ves algo bonito ahí afuera que se te ha escapado. ¡Y luego podrás contármelo!”

Ya estábamos en el balcón, pero Cielo no echaba a volar, no miraba a la Nada tampoco, sólo posaba su mirada en mis ojos y luego agachaba la cabeza.
Nunca jamás le había visto tan triste.
Nunca nada le había afectado tanto.

Y pasaron unos segundos.



De repente, el silencio de la noche fue roto por una voz infantil: una niña que gritaba desesperada y lloraba cerca del bosque. ¿Habría entrado? No, una niña no podía haberse adentrado allí sola. ¿Y si... hubiera salido? ¿Podría ser posible?
Un nuevo grito en medio de su llanto de dolor nos sobresaltó.
No había tiempo para pensar, había que ir a buscarla. Me di la vuelta para salir de mis aposentos, pero Cielo me agarró el brazo con tanta fuerza que me hirió. Sin querer, di un pequeño grito de dolor.

“Cielo, ¿qué haces?”

Pero Cielo no me soltaba. Me agarraba con fuerza en lugar de batir sus alas y salir al exterior.

“Cielo, ¿por qué no sales a buscarla y me indicas el lugar desde arriba?”

Pero Cielo no me soltaba. Noté cómo respiraba agitado.

“¡Suéltame, me haces daño!”

Entonces miró sus garras y se percató de que mi carne se había abierto y estaba sangrando. Se soltó de repente y se posó sobre el palo.
Me quedé mirándolo impresionada, jamás había hecho Cielo algo así. Pero luego le pediría explicaciones. Ahora tenía que ir a buscar a la niña.
Abrí la puerta y salí hacia el pasillo. Era largo, oscuro, la luz de la luna se filtraba vagamente ahora por las ventanas: unas nubes habían comenzado a taparla mientras Cielo me había retenido en mi dormitorio.
Corrí y bajé las escaleras. Una cantidad enorme de escalones que había hasta la planta baja. Llegué hasta la estancia más grande del lugar, un gran salón dedicado a fiestas y bailes, la atravesé, y la falta de luz me hizo tropezar con una pequeña mesita en la que había un joyero que cayó al suelo y se abrió. Los pendientes que había dentro cayeron al suelo, unos hermosos pendientes de plata vieja con incrustaciones de pequeñísimos diamantes y una amatista en su centro. Eran lo único que conservaba de mamá, ¿por qué diablos estaban ahí?
En un instante, me recordé corriendo de niña por esa misma estancia gritando y llamando a mi mamá desesperada. Y de repente, llegué a una conclusión: ¡la voz de esa niña era igual a la mía por aquel entonces! Si eso era así, debía de ser muy pequeña. No podía entretenerme, ¡era necesario encontrarla ya!
Recogí los pendientes y los dejé sobre la mesita, y volví a reanudar mi carrera hacia el exterior, ahora un poco más lenta. Me había hecho daño en un pie.

Cuando llegué a la puerta principal salí a los jardines. Iba descalza y las piedras se me clavaban en las plantas. Me detuve y miré hacia arriba, buscando a Cielo por alguna parte.
Apareció tras unos segundos, frente a mí.

“¿Dónde está?”

Aunque la niña se oía aún llorar, cada vez se oía menos, sus pulmones pequeñitos debían de estar quedándosele agotados.
Cielo, en lugar de indicarme el camino se quedó frente a mí, aleteando como si quisiera impedirme que pudiera avanzar.

“No me lo vas a decir... ¿verdad?”

Por primera vez en mi vida, me enfadé con él.
Por supuesto, él se percató de ello y me dejó paso, posándose en una rama. Cuando pasé junto a él, vi su rostro durante un pequeño instante: junto a su tristeza anterior, ahora parecía atemorizado.

Seguí hacia delante. Le oía volar a mis espaldas.
Atravesé los jardines y, antes de lo que hubiera pensado, noté cómo la vegetación comenzaba a volverse más espesa.

Me estaba acercando demasiado al bosque.

Comencé a sentirme realmente mal. Miré a la luna, tratando de buscar algo de apoyo en su luz, pero ésta parecía desaparecer cuanto mayor era mi avance. Para colmo, las nubes no se alejaban.
Presté atención buscando el sonido de la niña por alguna parte, prácticamente ya no lo oía. Tuve la impresión de que debía estar agonizando.

Asustada por ella, decidí dejar mi temor atrás y avanzar un poco más. A mi lado, Cielo aleteó nervioso e hizo ruidos. No quería, bajo ningún concepto, que me adentrase en el Bosque. Pero yo había bajado hasta ahí e iba a encontrar a la niña.

Me adelanté un poco más y escuché su aleteo más lejano. Él tenía miedo. Con un gesto de mi cara, le dije que se fuera. Avancé unos pasos. Una rama me arañó el brazo sano, y me detuve. Miré hacia arriba, buscando de nuevo la luz de la luna: por culpa de la vegetación, cada vez era menor. Y lo peor de todo... ya no se oía a la niña.
¿Debía llamarla? Si había bestias y me oían, seguro que vendrían a por mí. ¿Qué podía hacer? No quería entrar más. Yo también tenía miedo.
Intenté avanzar otro poco, pero las ramas no me dejaban paso. Las apartaba poco a poco, pero el suelo estaba lleno de piedras y notaba como mis pies comenzaban a sangrar.
Traté de seguir adelante. No podía ver prácticamente nada, y la vegetación cubría por arriba de forma que la luz de la luna no podía penetrar hasta ahí.
Ahora estaba totalmente inmersa en la oscuridad.

Me di cuenta de que me estaba desesperando. Una ansiedad cada vez más creciente se estaba apoderando de mí haciendo que mi respiración fuese cada vez más intensa y agitada, y el miedo que sentía comenzaba a transformarse en pánico.

Temblando, intenté dar dos pasos más, pero tropecé con una gran roca y caí al suelo clavándome en el costado algo muy afilado.
Durante unos minutos me mantuve en la misma posición, notando cómo mi cuerpo quería dejar de reaccionar.
Pasado ese tiempo y pensando que la noche era demasiado larga como para esperar a la luz del día, que no sabía si llegaría a esa zona, decidí levantarme, ya que era la otra alternativa a dejarme morir. Mi camisón estaba roto, noté las heridas de los brazos y los pies infectadas, y si no daba media vuelta y volvía pronto, probablemente moriría.
¿Probablemente? ¡Nadie había entrado allí y salido con vida! No podía permanecer ni un segundo más en ese sitio. A lo mejor todavía tenía una esperanza, a lo mejor todavía no estaba lo suficiente adentro.

Y con un esfuerzo sobrehumano me levanté, y expresé mi pánico de la forma más antigua conocida por el hombre: grité.
Grité, yéndome en ello la vida.
Grité como la niña a la que había oído.
Grité como no había gritado jamás.
Y viendo que no obtenía respuesta lloré, y las lágrimas cayeron por mi cara como un intento de mi alma aterrada por escapar de aquel espantoso sufrimiento.
Llamé a Cielo, pero no apareció.
Llamé a mamá, pero no apareció.
Llamé a alguien, pero nadie vino a buscarme.

No podía prácticamente mantenerme en pie.

Cuando giré e intenté dirigirme al camino contrario al que había seguido, dar media vuelta, tratar de salir de aquella Nada esperando volver a ver la luz de la luna, y ver que no podía encontrarla, comencé a volverme loca.

Me quedé atascada en el suelo con lo que tal vez eran unas raíces de algún árbol enorme. Y eso significaba que no podía seguir. Tanto me agité para tratar de romperlas y ponerme en pie que al final me lo rompí, y el pelo se me enganchó en algo. ¿El qué? No lo sé. Sólo sé que allí tenía que haber algo demoníaco: en lugar de marcharse la espesura aumentaba con mis movimientos. ¿Me había perdido, o el Bosque se estaba cerrando para que yo no pudiera salir?
Poco a poco, mi garganta se resintió y aunque lo intentaba, no podía seguir gritando. Me costaba respirar, y mis lágrimas amargas partían de mis ojos para desembocar en el interior de mi boca. Tenía sed.
Comencé a moverme como podía. Antes había estado de pie pero ahora no podía pararme, además de por mi pie, porque ya no había sitio. ¿Cómo era posible? Cierto: el Bosque se cerraba. Me estaba engullendo, ¡quería que formara parte de la Nada!

Con mis últimas fuerzas, intenté volver a llamar a Cielo. Me arranqué el pelo que se me había enganchado y empecé a notar un fuerte olor a sangre. Me di cuenta de que mi cuerpo estaba enteramente maltratado.

Pero mi Cielo seguía sin aparecer.

Noté cómo el oxígeno comenzaba a faltarme, y no porque estuviera sufriendo, sino porque las ramas, troncos y plantas con espinas se estaban posando sobre mí.
¿Me habría oído alguien gritar? ¿Habría alguien que, al igual que yo, intentase ir a buscar a quien sufriera?
Si hubiese hecho caso a mi Cielo...
Tenía que haber sabido que de aquí no se sale con vida, y que la niña estaba dentro y no podía salvarla.

Tenía que haber cerrado mi balcón y haber dormido.
Tenía que haberla ignorado.

Este es el resultado de sufrir por los demás.


Mi pobre Cielo, te he fallado.


Ya no puedo seguir gritando.
Ya no puedo llorar más.
Ya no puedo si quiera gemir, ni agonizar
...porque ya no puedo respirar.

Me muero, Cielo... perdóname.



Ahora formo parte de la Nada.





Cantnoy.

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Te haces daño, mamá

domingo, 25 de mayo de 2008

- Mamá, ¿qué haces? -preguntó la niña.
- ¿Cómo que qué hago?
- Estás haciéndote sangre en el dedo, mamá.
La madre, desde la encimera de la cocina, la miraba con los ojos enrojecidos. ¿Por qué tenía que ser tan repelente? ¿Qué más le daba a ella?
Clavó la mirada en su hija desde su posición más alta, como adulta que era, y le habló en un tono seco, despectivo:
- Vete a jugar.

Ella, sin embargo, se mantuvo:
- Pero te haces daño, ¿no?
- Sí, me hago daño -observó la sangre resbalando por la yema de su dedo y goteando sobre la encimera. Era oscura, pesada, y la fuerza de la gravedad ejercía sobre ella una presión que desembocaba en un goteo constante sobre el suelo.
- ¿Y por qué lo haces si te haces daño?
La mujer se estaba poniendo nerviosa. No podía cumplir su objetivo si ella estaba mirando. Miró a su hija con asco, como a un insecto que incordia cuando intentas dormir.
La niña, consciente del desprecio de su madre, se agarró, asustada, las manos a la altura del pecho, y se introdujo la punta del dedo índice en la boca, como siempre que tenía miedo de algo. No quería que mamá se enfadase, pero tampoco quería que sangrara. ¿Por qué lo hacía, si era algo doloroso?
Bruscamente, la mujer, de pelo ondulado y oscuro tapándole parte de la cara, dejó el cuchillo de cocina sobre la encimera y miró con odio a su hija. Murmuró despacio:
- Estoy harta de ti.

En un ojo se podía divisar una hinchazón gris y un profundo arañazo que le cubrían la mayor parte de la cara. La niña guardó silencio; su mamá estaba enfadada.
Los ojos de aquella mujer brillaban. Su piel se había enrojecido de nervios y se podían divisar, tras las comisuras de los labios, unos dientes blancos, apretados, que ponían en tensión a todo su rostro.
- Estoy harta de ti - repitió - y de todas tus tonterías.
La niña dio entonces un paso atrás, viendo que su madre no estaba enfadada, sino furiosa, y se sintió amenazada. Quería mucho a su mamá, pero si se enfadaba le daba miedo. Y nunca había visto sus ojos brillar de esa manera. Una vez ella se había caído y se había rasgado en el codo, y los ojos se le habían puesto así, y luego había llorado. Pero su madre no parecía que fuera a llorar. Se llora cuando te haces daño, no cuando te enfadas.
- ...y estoy harta de esta maldita casa... – pausa - ¡Y DE TU PADRE! – gritó. Su voz se escuchó por todas las habitaciones del hogar, vacías y en silencio, como un eco entre las montañas de los rincones más recónditos del planeta.
Al escuchar eso, la niña se encogió, con las manos aún en el pecho. Ahora era ella la que quería llorar. Y sin tener ninguna herida, sin tener sangre ni haberse caído en el patio. Sentía miedo.
Guardó silencio, con los ojos cerrados y la cabeza gacha, y escuchó a su madre coger de nuevo el cuchillo, grande, afilado.
Sin abrir los ojos, dio un gritito al notar que su madre se movía con el cuchillo en la mano. Le iba a hacer sangre. Estaba tan enfadada con ella que le iba a hacer sangre para que llorara. No sabía lo que había hecho, pero seguro que había hecho algo malo y ahora le iba a castigar.

Y a ese estado de nervios siguieron unos eternos instantes de silencio, en los que la niña espero que sucediese algo.

De repente, reconoció el sonido de la hoja introduciéndose en la carne, como cuando su mamá partía el conejo para hacer de comer. Inmediatamente después un pequeño halo de voz quiso escapar, sin éxito, de la boca de su madre, y tras esto, el sonido de una persona que cae al suelo.
La niña se quedó quieta, encogida aún y con ganas de llorar, sin atreverse a abrir los ojos. Había pasado algo malo con el cuchillo. Finalmente lo hizo y divisó, a unos centímetros de ella, las piernas de su madre, una poco más atrás y sobre la otra, como quien duerme sobre una cama en posición fetal manteniéndolas un poco separadas. Elevó la cabeza, ya sin el dedo en la boca y con las manos apretadas a la altura del pecho, y siguió viendo el cuerpo de la mujer; sus caderas, que giraban el tronco hasta posicionarlo boca arriba, y el jersey rosa salpicado de gotitas rojas. Y siguió la mirada de la niña su camino hasta la cabeza donde pudo observar, horrorizada, el cuchillo de cocina introducido entero por el cuello de su madre, en vertical, atravesando la cabeza en su camino hacia el cráneo, por donde habría salido si su longitud hubiese sido la adecuada. Tenía los ojos abiertos, con las pupilas dilatadas y rojos de haber estado llorando. La sangre brotaba del cuello y estaba formando un charco sobre su pecho y el suelo a su alrededor. Los brazos, muertos extendidos, se empapaban. Igual que su espalda, igual que en seguida lo haría el resto de su tronco.
La niña, con los ojos más abiertos que había tenido nunca, murmuró, temblándole la voz:
- Mamá...
Notó como su cuerpo comenzaba a perder fuerzas y todo se volvía blanco por momentos. ¿Qué pasaba? ¿Ella se había portado mal? ¿Se había hecho eso mamá porque había sido mala?
La niña no conocía lo que era la muerte, más como una forma de librarse de los malos en las series de dibujos de las mañanas, pero sabía que su madre ya no le iba a contestar. Su cuerpo ya no era igual que antes.
Y el terror se adueñó de ella.
Sentía su propia respiración en el silencio del hogar, pero no la de su madre, que ya no respiraba. Notaba como su visión iba desapareciendo. Estaba sola, y no sabía lo que había pasado. Si papá estuviera aquí seguro que le pegaría por haberle hecho eso a mamá, igual que le hacía a ella con el cinturón en las noches en que no sonaban los muelles de la cama y la respiración entrecortada de los dos. Ella siempre lo escuchaba todo desde su habitación, al lado del dormitorio principal. Igual que cuando la tiraba sobre la mesa del salón y le mordía en la carne y le hacía moretones en la cara y en otros sitios con los puños.

Y así, mientras todo se volvía blanco, sintió que las fuerzas le fallaban y la imagen de su madre muerta desapareció, para volverse todo oscuridad.
Y perdió la consciencia, la niña se desmayó, y la casa quedó en silencio y ya no se escuchó ninguna respiración más.

Cantnoy.

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